Era la noche fría y torrencial, pero la cabaña de la familia White, un refugio que gozaba del cobijo de una centelleante chimenea y la intimidad de unas persianas cerradas. Jugaban al ajedrez padre e hijo. El joven movía sus piezas tan intrépida como desordenadamente, que incluso su mamá, quien tejía escuchando el crepitar de la leña, le hizo más de una observación.

—¡Santo cielo! ―señaló el viejo a la pared detrás de Herbert―. ¿Qué es eso detrás de ti?

—En cuanto gane, te digo ―contestó el nada tonto joven, tomando la punta de un alfil―. Jaque.

—Ya sabía yo que no iba a venir ―suspiró mirando la puerta y poniendo su rey a salvo―.

—Y… ¡Jaque Mate!

—Es lo peor de vivir en medio de la nada ―continuó el señor White con arrebato y arrellanándose―. El camino fangoso, las calles inundadas; como hay tan poca cosa en este sitio, a nadie le importa. De todos los lugares en el mundo, este debe ser el peor para vivir.

—Calma, amor ―le dijo su esposa, quien lanzó una mirada cómplice a su hijo―. El próximo juego lo ganas, seguro.

Debajo de su barba gris ocultó una mueca culpable y se quedó callado. Pero, en cuanto se escuchó el azote del portón, brincó de su asiento y exclamó: «llegó». En unas cuantas zancadas llegó a la puerta para recibir a un hombre alto, tosco, rubio y de ojos pequeños. Era el sargento mayor Morris, quien saludó a la familia mientras su anfitrión le servía un vaso de whisky. Tomó asiento cerca del fuego y después de pasarse el tercer trago, comenzó a hablar. La familia, en círculo, escuchó las pintorescas historias que traía desde tan exóticos y lejanos lugares.

—¡Eras todavía un niño cuando te fuiste! ―dijo el señor White―. Hace veintiún años, pero mírate ahora.

—Y luces perfectamente —exclamó la señora—, hasta parece que nunca viste una batalla.

—Algún día me gustaría ir a la India ―tomó un sorbo de whisky el viejo―. Solo para curiosear y esas cosas.

—No sabes lo que dices, este lugar es una bendición ―el sargento meneó la cabeza frunciendo los labios.

—Bueno ―carraspeó el señor White―, es que me gustaría ver esos antiguos templos y faquires de los que hablas. ¿Por qué no les platicas de la mano de mono?

—No es algo que valga la pena contar o escuchar ―expiró Morris ásperamente.

—¿Mano de mono? ―arrugó el ceño la mujer.

—Sí, sí, o algo así, el otro día me la enseñó ―explicó el viejo―. Anda, Morris…

—Magia —interrumpió bruscamente el sargento con una expresión seria—. Se trata de magia.

Los tres White se inclinaron hacia él, jalados por una curiosidad irresistible. Morris, con una mano trémula, tomó su vaso y le dio un trago, pero estaba vacío. El viejo se levantó y le sirvió más whisky. Se quedó agachado unos segundos y comenzó hablar sin mirarnos en ningún momento:

—A primera vista —explicó el sargento—, no es más que una mano de mono momificada —la sacó de su bolsillo y la puso en la mesa—.

Herbert la tomó y comenzó a estudiarla con la atención de un biólogo.

—¿Por qué dices que es mágica? —preguntó el viejo White, que arrebató la chuchería de las manos de su hijo—.

—Fue un faquir quien le puso un hechizo —explicó el sargento mayor—. Se trataba de un hombre santo que quería demostrar que cuando el hombre intenta tomar en sus manos su destino, solo puede hacerlo en su propio detrimento. El dueño del talismán puede hacer tres deseos, solo tres…

—¿Y por qué no has pedido tus deseos? —preguntó el señor White.

El sargento se quedó callado con la cabeza inclinada, meneando el contenido de su vaso.

—Ya lo hice —miró al viejo como lo hacen los maestros a sus irreverentes pupilos; su rostro palideció.

—¿Se cumplieron? —preguntó la señora.

—Se cumplieron.

—¿Aparte de ti, hubo alguien que haya usado el talismán?

—El primero que hizo sus deseos —contestó Morris—, los obtuvo; no recuerdo los primeros dos, pero el tercero fue la muerte. Es así como la mano de mono pasó a mí.

—Bueno, si ya pediste tus tres deseo —dijo el señor White—, supongo que ya no es de ninguna utilidad para ti. ¿Por qué la conservas?

El soldado soltó una risita: «no lo sé, es un cachivache exótico, ¿no te parece?».

—Ya veo… si tuvieras otros tres deseos, ¿los volverías a pedir? —continuó el viejo.

—No creo…

El sargento tomó la mano de mono y la columpió entre su pulgar y el índice. Se le quedó viendo en una especie de trance, hasta que se levantó y la arrojó al fuego. De inmediato, el viejo White tomó el atizador y rescató el talismán.

—¡Por Dios, deja que se queme! ¡Que no sea más que cenizas! —gruñó Morris.

—Si no la quieres, déjamela.

—No te la daré —sentenció tenazmente su amigo—. La he lanzado al fuego por algo. Si te la quedas, no me culpes por lo que te vaya a ocurrir. Déjala en el fuego, sé lo que te digo.

El viejo no parecía escuchar lo que decía su amigo, toda su atención estaba en la mano de mono: «Morris, ¿cómo funciona?». Con una expresión de consternación y un suspiró, el sargento se acercó a su amigo y puso su mano en su hombro: «Tómala con tu mano derecha y haz tu deseo en voz alta».

—¡Ah, vaya! Suena como algo de las “Noches Árabes” —mientras servía la cena, dijo la señora en una voz que no se decidía entre la seriedad y el humor—. Amor, desea que tenga un par de brazos más para atender todo en la cocina de una sola vez.

El señor White alzó el talismán, los tres riendo, pero de inmediato el sargento lo tomó del brazo, fuerte, con una cara de absoluto de terror.

—Si vas a pedir un deseo —Morris ladró entre dientes—, que sea algo razonable.

El señor White lo miró extrañado y puso la mano de mono en su bolsillo. Todo este asunto quedó olvidado en la mesa, y el humor del invitado se aligeró durante la cena, hablando de tantas otras aventuras. Después se despidieron y se quedaron solos.

—Si lo que dice de la mano de mono es tan cierto como la habladuría de ahorita, no tenemos de qué mortificarnos —concluyó el viejo.

—¿Le diste algo por ella? —preguntó la señora.

—No realmente —dijo sonrojándose—; le ofrecí una chuchería, pero no la quiso… Me rogó de nuevo que la tirara.

—¡Seremos ricos y famosos y felices! —exclamó Herbert—. Propongo que, para que dejes tus días de mandilón en el olvido, pidas ser el emperador de Inglaterra.

La señora White tomó un paño húmedo y persiguió a su hijo alrededor de la mesa: «¡ya verás un día, mocoso!». El viejo nunca apartó la mirada del talismán.

—No sé qué desear —dijo abrazando a su mujer—; tengo todo lo que quiero de la vida.

—Bueno —torció la boca Herbert y puso su mano sobre el hombro de su padre—, no nos vendría mal arreglar el tejado. Bastarían doscientas libras.

El señor White asintió y alzó la mano de mono, al mismo tiempo el hijo se sentó frente al piano y tocó unos acordes estruendosos.

—Deseo doscientas libras —musitó el viejo con los ojos cerrados.

Cuando le puso punto final a su deseo, lanzó un grito de terror absoluto y dejó caer el talismán. El hijo y la señora se acercaron a él espantados.

—Se movió —gimoteó en el piso con los ojos desorbitados—. Se movió, lo juro.

—Ya. Y, sin embargo, no apareció el dinero —dijo Herbert recogiendo el talismán para colocarlo sobre la repisa—. Apuesto todo a que nunca lo veremos.

—No importa —se levantó el señor White sacudiéndose el polvo—… estoy bien. Qué susto.

La familia se sentó frente a la lumbre; padre e hijo terminaban de fumar. Afuera, el viento corría recio y se sobrecogieron al escuchar la puerta del segundo piso azotarse. Después, un silencio inusual y deprimente se apoderó de todos, hasta que el señor y la señora White se fueron a dormir.

—Quizá encuentres el dinero en un saquito bien amarrado sobre tu cama —dijo Herbert en burla después de desearles una buena noche—, y algo horripilante postrado sobre tu armario observando cómo te embolsas el dinero.

Se quedó sentado a solas en la oscuridad, contemplando el fuego exiguo, se le figuraba ver rostros en él; horribles y simiescos; sin parpadear. De pronto cobraron tal realismo las imágenes que, con una risa nerviosa, corrió a la mesa por un vaso con agua y lo arrojó al fuego. Cuando tomó la mano de mono, un breve escalofrío recorrió su espalda; la dejó en la repisa sobre la chimenea. Subió a la cama.

Bajo el cobijo del invernal sol del día siguiente, durante el desayuno, Herbert se rió de las alucinaciones de anoche. Ahora un aire sano y lleno de escepticismo por el supuesto talismán, que se postraba tan descuidadamente en la repisa, aliviaba sus temores.

—Todos los veteranos son iguales —dijo la señora White—. ¡Sandeces! La idea de que los deseos se cumplan… qué ridiculez. Además, ¿cómo podrían hacerte daños doscientas libras?

—¿Cayendo del cielo y aterrizando en la cabeza? —intervino Herbert.

—Morris dijo que los deseos se cumplen como si fueran coincidencias —contestó el viejo—.

—Bueno, bueno, tengo que irme. Papá, no te encuentres el dinero antes de mi regreso —se levantó de la mesa y se despidió—. No vaya a ser que te encuentre convertido en un hombre perverso y avaricioso; tendríamos que echarte.

Rieron y la mamá lo siguió hasta la puerta. Se quedó mirándolo hasta que desapareció al doblar la calle.

La señora White recibió a un mensajero y se puso feliz a expensas de la incredulidad de su marido: la cuenta de la sastrería.

—Herbert morirá de risa —dijo la señora.

—Amor —le arrebató el papel y lo inspecciona—, la cosa se movió por sí sola, te lo juro.

—No dudo que eso creas, cariño.

—En serio. Estaba por… —levantó la mirada a su mujer, que se asomaba por la ventana—. ¿Qué ocurre?

No contestó la señora. Veía a un hombre afuera; arriba y abajo, hablando solo, como si intentara darse valor de ir a tocar la puerta. Un hombre que vestía elegantemente y con sombrero de seda fina. Fueron tres veces las que se detuvo en la puerta, solo para echarse atrás. Puso su mandil la señora White en el respaldo de la silla y abrió la puerta.

—Discúlpeme, señora —dijo con voz entrecortada el desconocido y la cabeza agachada—, vengo en representación de Max & Meggins.

—Sí, ¿algo le pasó a Herbert?

—Ya, ya, madrecita —le dio unas palmadas en el hombro el señor White y se interpuso—. El buen joven no viene a darnos malas noticias. No te precipites.

El extraño, cuando al fin pudo levantar la cabeza, clavó su mirada en el vacío.

—Lo lamento… —comenzó la visita—.

—¿Se lastimó? —preguntó la madre.

—Gravemente… él… él ya no sufre.

—Gracias a Dios —exclamó la señora apretando la mano de su marido—. Gracias a Dios por eso.

Pero después de unos segundos cayó en cuenta del siniestro significado de aquellas palabras. Confirmaron su temor. Su mano temblorosa agitaba a la de su marido. Un largo silencio.

—Lo prensó la maquinaria.

—…la maquinaría —repitió la señora—. La maquinaria…

El viejo acarició la mano de su mujer como no lo había hecho desde sus días de enamorado, hace más de cuarenta años.

—Nuestro único hijo —se volvió el señor White al representante—. Era nuestro único hijo.

—La organización desea extenderles su sincera simpatía en esta pérdida —dijo encogiéndose de hombros—. Por favor, comprendan que solo soy un servidor y sigo órdenes… Maw & Meggins no asumen responsabilidad ninguna del accidente, pero en consideración al servicio de su hijo, les presentan una suma compensatoria.

El rostro del viejo tenía una expresión idéntica a la de un soldado que mira por primera vez la batalla; el de su esposa, pálido, inundado por pesadas lágrimas.

—¿Cuánto? —preguntó con una mirada de horror.

—Doscientas libras.

Sonrió el viejo. Una sonrisa a medias, de incredulidad e impotencia. Se dejó caer, como un costal de arena.

Regresaron del cementerio a una casa que no tenía nada para aligerar al par de corazones viejos. Todo había terminado tan rápidamente. Pasaron los días. La tristeza se hizo resignación; la resignación, desesperanza (a veces llamada, incorrectamente, “apatía”). Hubo días en los que apenas intercambiaban una palabra; nada de qué hablar. Los días se alargaron hasta el hastío.

El viejo despertó en la mitad de la noche, extendió su mano para encontrar a su mujer. Solo. Se hallaba en total oscuridad el cuarto, se escuchaba un llanto sordo que venía de la ventana. Se levantó de la cama y se puso a escuchar. Abrió la ventana:

—¡Regresa! —le gritó a su mujer—. Te vas a congelar…

—Herbert padece los peores fríos —contestó llorando la señora.

Cerró la ventana y regresó a la cama el viejo White. Pero un aullido filoso, unos minutos más tarde, lo despabiló:

—¡El mono! ¡La mano de mono!

—¿Qué? ¿Qué? ¿Qué pasa? —se revolvió entre las sábanas.

—La mano de mono —dijo la señora agitando a su marido de los hombros—, dámela. La quiera en este instante. Dime, por favor, que no la quemaste.

—Esta en la repisa, sobre la chimenea. ¿Qué pretendes?

La mujer dio un respiro profundo y se dejó caer en el pecho de su marido, llorando. Después, le dio un beso en la mejilla.

—Se me acaba de ocurrir… —le susurró—. ¿Cómo no lo hice antes? ¿Por qué no lo pensaste tú?

—¿De qué me hablas?

—Tienes dos deseos más, amor. Solo hiciste uno.

—¡¿Y no ha bastado?!

—No —lloró—. Uno más. Ve por ella. Ya. Regresa a la vida a nuestro hijo.

El viejo salió de las sábanas, se levantó, y con una mirada penetrante:

—Ya vuelve a la cama. No sabes lo que me estás pidiendo.

—Tu deseo se cumplió. Si pides que vuelva Herbert… tiene que cumplirse.

—Todo ha sido… una coincidencia.

—Entonces ve por ella —insistió con voz quebradiza—. ¿A qué le temes? ¿A tu hijo?

El viejo se volvió a ella escondiendo su mirada en el pecho: «No vuelvas a decir que temo al muchacho que crié». Salió de la habitación. Bajó en dirección a la chimenea. Con el contorno pintado de luna llena, ahí estaba el talismán.Profundamente comenzó a respirar.

Al regresar a la habitación, su mujer parecía cambiada. Pálida, expectante. Le temía.

—¡Pídele que regrese a mi hijo! —gritó la señora.

—Es una estupidez… está mal —suspiró.

—¡Regrésame a mi hijo! —repitió la rabiosa mujer.

Meneó la cabeza el viejo y alzó la mano de mono: «regresa a la vida a mi hijo». El talismán cayó al suelo. Lo contempló con el mismo terror que nos suscita la idea de morir. Arrastró sus pies hasta hundirse en una silla. Permaneció allí aunque el frío le pareciera insoportable. Pintaba la vela, con un brillo mortecino, sombras trémulas en el techo y la pared. El viejo se fue a la cama. Sin decir una palabra, silenciosa y apáticamente, su esposa se acostó a su lado.

Ninguno concilió el sueño. Con el sonido del reloj contemplaban la negrura. Una escalera rechinó. El chillido de un ratón atravesó la pared. El señor White, con el corazón batiéndose contra sus miedos, alcanzó la caja de cerillos y bajó por una vela.

Se apagó el cerillo al pie de las escaleras. Llamaron a la puerta. Los cerillos se cayeron de su mano. Petrificado y sin aliento; la puerta otra vez. Corrió hacia la recámara. Otra vez, llamaron.

—¿Qué sucede? —dijo la débil voz de su mujer.

—Una rata —contestó el viejo con los ojos desorbitados—… se me atravesó por las escaleras.

La señora se levantó de la cama: «¿Será?». Al escuchar el llamado de la puerta, exclamó: «¡Herbert!».

Se apresuró hacia la puerta; su esposo la alcanzó y la sostuvo entre sus brazos.

—¿Qué harás? —gruñó.

—Es mi niño —gritó arrojando patadas y manotazos—. ¡El cementerio! —se aplacó—. El cementerio está a un par de kilómetros. Déjame ir. Tengo que abrir la puerta. Por favor. Ya déjame.

—Por Dios, no lo dejes entrar.

—Le temes a tu propio hijo. ¡Voy para allá, Herbert!

Sonó la puerta. Logró liberarse la vieja madre de un codazo y salió del cuarto. El señor White la persiguió, llamándola mientras bajaban las escaleras. Se puso a buscar la mano de mono en aquella absoluta oscuridad, tanteando el piso y las repisas. Pidió su tercer y último deseo al hallarla. Se escuchó la cadenilla del pestillo.

Cesaron los llamados de la aldaba, aunque recorría su eco toda la casa. Escuchó el viejo que la puerta se abrió; pasó un gélido viento. Un compungido grito de decepción y miseria de su esposa lo llenó de valentía; fue a su lado, después al portón. Iluminaba una calle desolada la farola del otro lado de la calle.

La Mano de Mono

Traducción de Alejandro Delgado Vidal